Simplemente, léanlo:
Hay personas que, apenas transcurridos unos minutos de la conversación entablada, ya te están diciendo que las perdones si te están dando la brasa. No las entiendo, aunque supongo que mis respuestas en forma de monosílabo que restalla o frase lapidaria, el ademán parco, rostro pétreo, semblante adusto cuando no colérico, o la mirada despistada tienen algo que ver en esa falsa impresión.
Por naturaleza y por carácter, lacónico; de gesto contenido, hombre de pocas palabras en definitiva. Hasta que llega uno de esos raros momentos en que no las ahorro.
Hace ya unos cuantos años de aquella luminosa tarde primaveral, preludio del estío, en que sufrí el ataque de los mormones. O ellos el mío, según se mire.
Caminaba por la calle Numancia, en dirección a la parte alta, tanto metafórica como literalmente, de la urbe. Y por la acera bajaban dos tipos pulcramente vestidos con camisa blanca y pantalón negro. Me pararon y me preguntaron si tenía un momento para atenderles. Apenas eran las tres de la tarde y yo no tenía compromiso alguno hasta las seis y media, hora zulú.
Asentí y, de esa manera, comenzó mi primera conversación con los mormones. Me fijé en la plaquita que llevaban con su nombre. El rubio era el élder English, el moreno era el élder Beck.
Me preguntaron si era creyente. No les mentí, hacerlo hubiera sido poco piadoso: les dije que era un sindiós. Lo de que era un necio idealista y que creía en la perfectibilidad del género humano y su bondad innata preferí omitirlo.
La charla proseguía, English y Beck me exponían su curiosa doctrina, contentos con su labor proselitista. Había, empero, algo que no me cuadraba y se lo dije sin ambages. ¿Cómo es posible que vayan a evangelizar un país como España, que en aquella tarde primaveral, era al menos de facto mayoritariamente cristiano? Lo suyo era ir a predicar a Arabia Saudí, tierra de infieles o a los lejanos confines donde mora el comunista amarillo y pagano.
Las razones que me dieron para escoger España no me acabaron de convencer. Mientras seguía con interés sus explicaciones acerca de la tribu perdida de Israel que había acabado su periplo en lo que con el tiempo serían los Estados Unidos. Recordaba vagamente haber leído algo parecido en alguna novela de Clive Cussler o quizás en algún esotérico tomo de Erich von Däniken.
Narraron como el profeta José Smith había encontrado las tablas de oro en que el ángel Moroni efectuaba sus revelaciones. Yo estaba deseando que llegasen a la poligamia, que era lo único que me interesaba.
Decidí que no era justo que en un intercambio de pareceres como el que teníamos en mitad de la calle, con gente presurosa pasando continuamente al lado como hormigas afanosas, solo yo aumentase mis conocimientos.
Aquel día estaba raro, mis palabras fluían y fluían sin cesar, quizá fuese algo que hubiera tomado. Lo desconozco. Solo sé que comencé a darles mis argumentos en favor de un universo carente de dioses.
Ellos me hablaban de las perlas de sabiduría y de Brigham Young, yo les hablé y hablé sobre postulados básicos del marxismo, que seguramente desconocerían en las llanuras de Utah, y de como la fuerza de voluntad y el ansia de poder de Nietzsche era capaz de derribar el pedestal divino y de elevar al superhombre por encima de las miserias de la religión.
El tiempo pasó volando en animada charla, casi tres horas transcurrieron en un suspiro, hasta que los mormones me dijeron que tenían prisa, se les había hecho tarde y se despidieron de mí, no sin antes obsequiarme con un bellamente encuadernado ejemplar de "El libro de Mormón", que prometí leerme con detenimiento.
Proseguí mi caminata por la ciudad.
Finalmente llegué donde tenía que llegar, y expliqué mi peripecia con los Santos de los Últimos Días. Un individuo se interesó por el libro que llevaba bajo el brazo.
Le dije que se lo vendía por ochocientas pesetas. Finalmente, en el regateo, logré doscientas por "El libro de Mormón".
Nunca he sido un buen negociante, carezco de la presencia necesaria para ello. Falté a mi palabra, pero gané para una cerveza.
Algún tiempo más tarde me topé con el elder Crane y el elder Becerra, este último era un tipo moreno y bajito de rasgos hispanos. También estuve charlando con ellos de los más diversos temas, y les pregunté por qué la poligamia había sido prohibida en 1890. Una revelación del Espíritu Santo, dijeron, si mal no recuerdo (pues mi débil memoria a veces flaquea). Pues qué casualidad, me dije, pues en 1890 se promulgó una ley prohibiendo la poligamia en los states y una de las condiciones para la admisión como estado de Utah era la supresión de tal práctica.
Podría seguir explayándome sobre aquel segundo encuentro.
Pero eso, como suele decirse, ya es otra historia.
a que me lo agradecen?
escrito por Juvenal, en Forotroncs.com
Por naturaleza y por carácter, lacónico; de gesto contenido, hombre de pocas palabras en definitiva. Hasta que llega uno de esos raros momentos en que no las ahorro.
Hace ya unos cuantos años de aquella luminosa tarde primaveral, preludio del estío, en que sufrí el ataque de los mormones. O ellos el mío, según se mire.
Caminaba por la calle Numancia, en dirección a la parte alta, tanto metafórica como literalmente, de la urbe. Y por la acera bajaban dos tipos pulcramente vestidos con camisa blanca y pantalón negro. Me pararon y me preguntaron si tenía un momento para atenderles. Apenas eran las tres de la tarde y yo no tenía compromiso alguno hasta las seis y media, hora zulú.
Asentí y, de esa manera, comenzó mi primera conversación con los mormones. Me fijé en la plaquita que llevaban con su nombre. El rubio era el élder English, el moreno era el élder Beck.
Me preguntaron si era creyente. No les mentí, hacerlo hubiera sido poco piadoso: les dije que era un sindiós. Lo de que era un necio idealista y que creía en la perfectibilidad del género humano y su bondad innata preferí omitirlo.
La charla proseguía, English y Beck me exponían su curiosa doctrina, contentos con su labor proselitista. Había, empero, algo que no me cuadraba y se lo dije sin ambages. ¿Cómo es posible que vayan a evangelizar un país como España, que en aquella tarde primaveral, era al menos de facto mayoritariamente cristiano? Lo suyo era ir a predicar a Arabia Saudí, tierra de infieles o a los lejanos confines donde mora el comunista amarillo y pagano.
Las razones que me dieron para escoger España no me acabaron de convencer. Mientras seguía con interés sus explicaciones acerca de la tribu perdida de Israel que había acabado su periplo en lo que con el tiempo serían los Estados Unidos. Recordaba vagamente haber leído algo parecido en alguna novela de Clive Cussler o quizás en algún esotérico tomo de Erich von Däniken.
Narraron como el profeta José Smith había encontrado las tablas de oro en que el ángel Moroni efectuaba sus revelaciones. Yo estaba deseando que llegasen a la poligamia, que era lo único que me interesaba.
Decidí que no era justo que en un intercambio de pareceres como el que teníamos en mitad de la calle, con gente presurosa pasando continuamente al lado como hormigas afanosas, solo yo aumentase mis conocimientos.
Aquel día estaba raro, mis palabras fluían y fluían sin cesar, quizá fuese algo que hubiera tomado. Lo desconozco. Solo sé que comencé a darles mis argumentos en favor de un universo carente de dioses.
Ellos me hablaban de las perlas de sabiduría y de Brigham Young, yo les hablé y hablé sobre postulados básicos del marxismo, que seguramente desconocerían en las llanuras de Utah, y de como la fuerza de voluntad y el ansia de poder de Nietzsche era capaz de derribar el pedestal divino y de elevar al superhombre por encima de las miserias de la religión.
El tiempo pasó volando en animada charla, casi tres horas transcurrieron en un suspiro, hasta que los mormones me dijeron que tenían prisa, se les había hecho tarde y se despidieron de mí, no sin antes obsequiarme con un bellamente encuadernado ejemplar de "El libro de Mormón", que prometí leerme con detenimiento.
Proseguí mi caminata por la ciudad.
Finalmente llegué donde tenía que llegar, y expliqué mi peripecia con los Santos de los Últimos Días. Un individuo se interesó por el libro que llevaba bajo el brazo.
Le dije que se lo vendía por ochocientas pesetas. Finalmente, en el regateo, logré doscientas por "El libro de Mormón".
Nunca he sido un buen negociante, carezco de la presencia necesaria para ello. Falté a mi palabra, pero gané para una cerveza.
Algún tiempo más tarde me topé con el elder Crane y el elder Becerra, este último era un tipo moreno y bajito de rasgos hispanos. También estuve charlando con ellos de los más diversos temas, y les pregunté por qué la poligamia había sido prohibida en 1890. Una revelación del Espíritu Santo, dijeron, si mal no recuerdo (pues mi débil memoria a veces flaquea). Pues qué casualidad, me dije, pues en 1890 se promulgó una ley prohibiendo la poligamia en los states y una de las condiciones para la admisión como estado de Utah era la supresión de tal práctica.
Podría seguir explayándome sobre aquel segundo encuentro.
Pero eso, como suele decirse, ya es otra historia.
a que me lo agradecen?
escrito por Juvenal, en Forotroncs.com
1 Comments:
Le alabo el gusto a Juvenal, yo hace tiempo que perdí mi capacidad paciente para según que asaltos a pie de acera (ya no digamos como se atrevan a tocarme en la puerta, aunque estos últimos suelen ser más testigos de Jehova...)
Un saludo.
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